Tengo las uñas llenas de tierra porque he estado plantando romero, lavanda, hortensias, hibisco, lirios Cala y una rosa trepadora nueva. La que tenía antes murió. No le hice caso a mi jardinero. “¿Rosas en Miami? Olvídate,” fue lo que me dijo. Bueno, ahora se trata de mi ex jardinero.
La cosa sucedió así: despedí a mi jardinero con un mensaje de texto. Llevaba tiempo dándole vueltas al tema. Y entre tanta vuelta pasaron unos cuatro o cinco meses desde tomar la decisión hasta ejecutarla. Me armé de valor para informarle del fin de nuestra relación, exactamente el 31 de marzo. “A partir de abril (es decir, mañana) me encargaré yo del jardín.” Con esas palabras aclaré que el cese de actividad era inmediato. Él me contestó dos palabras. Una era Listo. La otra, Saludos.
Sentir su enfado en la palabra Saludos me hizo caer en una espiral en la que me preguntaba compulsivamente cómo hemos llegado hasta aquí (hasta este lugar en el que mandas Saludos a alguien a quien ya no quieres saludar.) Somos seres extraños. Malignos, tal vez. Retorcidos, como mínimo, pues.
Ya llevo algo más de una semana sin ayuda en el jardín. Le dedico de una a dos horas diarias. Nunca había lucido tan hermoso. Y yo tampoco. Llena de tierra, sudada y con picaduras de mosquito y araña, levanto la mirada para ver qué hace mi hijo en su caja de arena. Juega con excavadoras y volquetes. No somos tan diferentes, pienso. Duermo mejor desde que siento la presión de esta micro selva que estoy construyendo. Debe ser la conexión con la naturaleza, lo que se podría llamar grounding, pero sobre todo es que se trata de un tremendo workout.
Cuando llega la primavera, hay que fertilizar las plantas y abonar la tierra. Se supone (está comprobado) que haciéndolo, ofrecemos a estos seres un extra de nutrientes para la época de crecimiento y expansión. Alimento para que las flores sean más abundantes, coloridas y grandes. Me pregunto cuál es el equivalente humano. ¿Café?
Abonar la tierra es algo que me da especial pereza porque, en realidad, lo que soy es una vaga. O eso es lo que me decía mi padre cuando no quería ir a las clases de Kickboxing los martes y jueves por la tarde. Sé que soy un poco vaga porque evito cualquier tipo de tarea que no me vaya a ofrecer un resultado atractivo de inmediato. Ahí está mi césped, esperando a que yo lo abone. Y ahí estoy yo, esperando a que me llegue la inspiración que me vaya a sostener mientras pasan esas dos semanas de espera hasta poder ver cómo revive mi césped.
La semana pasada dije algo en alto de lo que me arrepiento más o menos. Era una broma en la que sugería a alguien con obesidad y problemas para mantenerse despierto en el trabajo que probase la cocaína como posible solución. “Así mataría dos pájaros de un tiro.” Bueno, no se lo mencionaba a la persona en cuestión, sino a una tercera. Es de eso de lo que me arrepiento.
A veces, cuando hago este tipo de bromas estúpidas, hay gente que niega con la cabeza y se lleva las manos a la boca. Esa misma gente no se atreve a decir nada parecido en público, pero hace cosas mucho peores cuando nadie está mirando. Lo he podido corroborar empíricamente. Hay algo en querer demostrar que uno es buena persona que me hace pensar en eso de dime de qué presumes y te diré de qué careces. Todos tenemos maldad, nadie se escapa, mi amol. Es más sano dejarla salir en forma de pequeñas frases ridículas (y totalmente inocuas) que reprimirla y que se acumule, hasta que explote y pierdas a alguien (o varias personas) para toda la vida. Por algún sitio tiene que salir ese vapor.
Con tantas horas a la semana trabajando en el jardín, me da tiempo a pensar en muchas cosas. Por ejemplo, en historias de venganza. A veces las protagonizan gente que conozco. Otras, personajes completamente ficticios. En cualquier caso, la venganza nunca sale de los confines de mi mente. Lo hablo con mi marido y no me entiende. La venganza es algo que le da completamente igual. Trabajar en el jardín me sienta tan bien porque me ayuda a desintoxicarme de mi maldad hilando cuentos al estilo Oldboy o Kill Bill.
Ya he escrito alguna vez sobre la venganza como la fuerza que impulsa mi escritura. Pero venganza por qué. ¿Contra quién? Si tiro del hilo, puedo llegar a la idea de que intento vengarme del Universo entero por existir. Por darme una conciencia para observar esta maravilla de planeta, seres, estrellas y galaxias. Venganza por no entender nada de lo que está pasando. ¿Es eso? No lo sé. Nunca estoy segura de nada.
Bueno. Tengo las manos sucísimas. Los dedos, llenos de cortes. Me compré unos guantes y siempre me olvido de ponérmelos. Hoy ha llovido toda la mañana. Acaba de escampar, así que ahora mismo es el momento idóneo para salir y abonar la tierra.