Es importante que sepáis que me siento como una adolescente haciendo una travesura pero en realidad lo que tengo son treinta años y lo que estoy haciendo es abrirme una (¡otra!) publicación. Esta vez, en español, y sobre mi jardín. Pero esperen, hay más capas. Escribir se ha convertido en una excusa para hacer algo que me da mucho más vértigo: aprender algo nuevo. Jardinería. Nombres en latín. Calendarios lunares. Curas para hojas amarillas. Vecindad recomendada. Distancias apropiadas. Abono. Tipos de tierra. Otro acantilado por el que saltar.
La primera vez que leí las palabras Aún no se lo he dicho a mi jardín, intentaba calmar a un bebé de cinco meses. No era un bebé cualquiera, sino el mío. Estaba en la Central de la calle Mallorca, en Barcelona. En la sección de Poesía encontré un taburete para sentarme y poder sacarme un pecho para dar de mamar a mi retoño. El libro que se había quedado en mi mano era Aún no se lo he dicho a mi jardín, de Pia Pera. No conocía a la autora, pero el título consiguió captar mi atención. Mientras mi hijo succionaba mi pezón con una ansiedad que comparto, le eché un vistazo al prólogo:
“Una tarde de otoño, en una librería del centro de Mantua, mis ojos se posaron en un librito: Poemas religiosos, de Emily Dickinson. Uno de ellos, “Aún no se lo he dicho a mi jardín”, me impresionó con la fuerza de una revelación: me pareció que ofrecía una actitud revolucionaria ante la muerte. Lo saqué a colación en una conferencia que di en Roma, en la orangerie de Villa Borghese, a la que me habían invitado para hablar de mi jardín. Empecé diciendo que es, sencillamente, un lugar donde soy feliz; me cuesta entender por qué iba a interesar a los demás: no hay colecciones botánicas, ni plantas demasiado insólitas -poquísimas, en todo caso-, ni tampoco soluciones osadas. Me las ingenié para enseñar varias instantáneas de los momentos más hermosos: de esos días de abril en que el cielo se entrevé a través de los cerezos en flor (…)”
La primera página fue suficiente para convencerme. Me lo llevé conmigo hasta Miami. Era mayo, era primavera, acababa de cumplir los treinta y me estaba empezando a dar cuenta de que estaba deprimida. Por las noches, agotada y asustada por la imagen de lo que se había convertido en mi vida, leía a Pia Pera. Sobre su enfermedad y su jardín. Estiré la lectura lo máximo posible, obligándome a parar después de cuatro páginas. El libro me acompañó hasta el final del verano. Sabía que terminarlo significaría la muerte de Pia y yo quería que Pia siguiera hablándome de las cosas que son realmente importantes.
Por ahora, mi jardín es más una idea que una realidad. Está cubierto por piedrecitas que yo no vertí sobre el césped, sino que heredé de los antiguos dueños de esta casa. Hay varios árboles. Dos robles, un níspero, un aguacatero delgaducho que todavía no da frutos, un mango que alguien plantó pensando que no necesitaría luz solar y tres Florida Strangler Figs. También hay un montón de arbustos que empiezo a aborrecer y la única hierba aromática que sobrevivió al ataque de un pavo real y una iguana que se compincharon para devorar lo que iba a ser mi primera bandeja de hortalizas. Salvia. Lo que no les gustó fue la salvia.
En uno de los robles hay varios cuernos de alce y una Dracaena fragans. Como bien anticipa su nombre, la dracaena tiene una flor que huele mejor que el jazmín. En Miami florece dos veces al año. En otoño y en primavera.
Ayer, mientras daba un paseo por mi barrio, vi las dracaenas de muchos de mis vecinos en flor. Completamente embriaga por el perfume más dulce de la temporada, me pregunté por qué la mía no había florecido. Otra vez lo mismo de siempre, hay algo que no va bien conmigo. Estoy maldita. Esta es la señal inequívoca. La dracaena lo sabe: no merezco su flor, solo su castigo.
La primavera siempre se me presenta con un aguijón bajo la manga. Los eventos más traumáticos de mi vida casualmente (¿causalmente?) han sucedido cuando brotan las flores: mi nacimiento, la noticia de que debemos huir del país en el que nací, la noticia de que me tengo que separar de mi madre, que entren a robar en la casa de veraneo mientras duermo, mi primera borrachera de verdad, perder una amistad que me importaba, descubrir que mi novio de hace cinco años me ha intentado poner los cuernos no con una, ni con dos, sino con tres amigas mías, un aborto, resistirme a enamorarme de un hombre que llevaba años siendo mi amigo, mi cumpleaños, el primer trimestre de mi embarazo, entender y aceptar que estoy deprimida, y, por último, que la flor que tanto ansiaba no aparezca.
Quiero ser normal pero también quiero gritarle a una planta, “Florece, Dracaena fragans, ¡ya es primavera!” Quiero gritárselo con voz infantil.
Quiero ser feliz pero también anhelo todo tipo de profundidad.
Quiero tener más hijos pero también deseo silencio, soledad y tiempo infinito.
Todo lo que he dicho aquí es medio verdad, medio mentira. Todo son excusas para encontrar un ancla más en mi vida. Si me obligo a escribir sobre mi jardín, tendré que tener y que cuidar un jardín sobre el que escribir. Un jardín entero por construir.
Así que esto es eso y no mucho más. Una manera de inventarme un poco de compañía extra. Otra tontería importantísima sobre la que orbitar.