Hay autoras que te cambian la vida. Es más, no solo te la cambian, sino que te la devuelven. Como si se tratase de la pieza de un puzle que no sabías que habías perdido antes de terminarlo. Alguien te la coloca sobre la mesa sin tú haberla echado en falta. No sabías lo que no tenías.
El primer libro de Lydia Davis que cayó en mis manos fue El final de la historia. Me lo regaló por mi treinta cumpleaños una amiga con la que llevaba mucho tiempo sin hablar. Me explicó que no lo había leído, ni conocía a la autora, ni nada así, pero que le parecía una manera diferente de regalarme flores. En la portada: flores de todos los colores. Detrás de la portada, una foto: las dos abrigadas con mi perrita en brazos y la sombra de dos personas que ella había recortado de la imagen. Entonces no leí el libro, pero me quedé con el nombre de la autora. Al llegar a casa, lo guardé en la estantería, a la vez que me pregunté si algún día sería un buen día para abrirlo y ver qué tal.
A las pocas semanas, paseando por una librería de mi barrio, me topé con The Collected Stories by Lydia Davis. Ah, pensé, ¡Lydia Davis! A ver qué tal. Me senté en un taburete y abrí por donde fuese: caí en La mujer número trece. Perfecto. Un cuento tan breve que solo consistía de un párrafo (o una frase larga, según cómo se mire.) Me quedé sentada, mirando un punto fijo más rato del que me gustaría admitir. Qué me había hecho esta mujer en solo un minuto. Y cómo. Sobre todo cómo.
Esa misma noche, tras haber leído unos cuantos cuentos más, me hice otra pregunta peligrosísima: ¿Quién es esta mujer y cómo puedo ser un poco más como ella?
La historia de por qué mi amiga y yo llevábamos tanto tiempo sin hablar o vernos es simple: la vida. Nos habíamos conocido años atrás porque nuestros novios de la época (una época un tanto oscura, no lo voy a negar) eran mejores amigos. Nos caimos bien inmediatamente. Nos unía el baile, la ligereza, el humor y el habernos dado cuenta hacía relativamente poco de que éramos bisexuales. Fui yo la que le metió en la boca (delicadamente sobre la lengua) su primer cartoncito de LSD. Vivimos un viaje precioso, bañándonos en pleno Enero en la playa de Tamariu, desnudas y felices.
Pienso en esos tiempos que, más que años pasados parecen vidas ajenas que me han contado, o películas que vi medio dormida o borracha o mirando el móvil y que no pude saborear totalmente, en todo su esplendor y complejidad. Pienso en todas las historias que he acumulado y me parece mentira que de verdad existan unas dimensiones maquiavélicas que se llaman espacio y tiempo. Y aquí estoy, como todos, en esta plaza extraña, que nunca es la misma cuando vuelves.
Todo a mi alrededor es testigo de esas dimensiones. Mi Florida Strangler Fig, también conocido como higuerón o Ficus Aurea, es el mejor ejemplo de esta espiral de la que quiero hablar. Llevo casi cuatro años observándolo a diario. La particularidad de este árbol es que crece desde arriba hacia abajo y lo hace siempre desde la copa de un árbol huésped al que, efectivamente, estrangula poco a poco. He pasado ratos largos observando sus raíces (que son lianas). Cómo se anidan y retuercen alrededor de un tronco que no he conseguido identificar (asumo que jamás podré). Así mismo es como me siento yo: huésped. Como el vehículo de la vida y cuanto más intento controlar, más me asfixia, recordándome que la no resistencia es la mejor estrategia para sobrevivir.
La semana pasada me puse a releer algunos cuentos de Davis. Estaba enferma con una infección de estreptococo y aproveché para llevarme el libro a la clínica. Intentaba leer con la mirada calmada y limpia pero no podía: la noche anterior me había enterado de algo completamente desgarrador sobre la vida de Lydia. Es algo tan fuerte y traumático que me veo incapaz de explicarlo aquí (de dejarlo por escrito). Se trata sobre su primer hijo, el que tuvo con Paul Auster.
Mientras esperaba al cultivo bacteriano, leí y releí Desde abajo, como vecina, tres, cuatro, diez veces. “Si yo no fuera yo y desde abajo me oyera, como vecina, hablar con él, me diría cuánto me alegra no ser ella, no hablar con el tono que ella habla, con una voz como su voz y con ideas como sus ideas. Pero no puedo oírme desde abajo, como vecina, no puedo oír cómo no debería hablar, no puedo alegrarme de no ser ella, como haría si pudiera oírla. Y además, puesto que soy ella, no lamento estar aquí, arriba, donde no puedo oírla como vecina, donde no puedo decirme, como haría abajo, cuánto me alegra no ser ella.”
A veces pienso que la fatalidad es un destino inevitable para unas personas más que para otras. Si hace un par de años deseé ser un poco más como Lydia, hoy me mantengo sólida en admirarla desde mi propio cuerpo, desde mi propia vida. Con mis defectos y mis puntos debilísimos. Con mi bloqueo. Con mis manos lentas. Con mi mente distraída. Con mi confusión. Con mis dudas. Con mis castigos. Con las cinco tazas vacías y sucias que acumulo sobre mi escritorio. Con la frialdad que me acusa mi madre de padecer. Con mi higuera estranguladora saludándome todas las mañanas, guiñándome el ojo que no tiene.
Una amiga que adoro me explica sus romances. Sus historias siempre complicadísimas y sencillísimas. Yo la escucho con la atención al máximo, integrando cada detalle como dato transformador de su narración. Y ella, al terminar el relato de un romance fugaz, me pregunta que “para qué sirvió entonces, si se acabó así.” Y yo le digo que la experiencia en sí es el fin. Y ella se ríe y asiente tan bella, tan radiante. Y yo me río. Y nos reímos de lo que es la plaza esta que nunca es la misma cuando vuelves.
Hoy me gustaría llamar a mi amiga y decirle una cosa: Mira, ¿sabes lo que te dije de que la experiencia es el fin? Bueno, olvídate de eso. Deja lo que estás haciendo y ponte a hacer memoria. ¿Ese hombre te recomendó alguna autora, o película, o libro o artista? Espera, tal vez fue alguien que conociste a través de él, piensa bien. ¿Te hablaron de alguien nuevo que no conocías? Sea lo que sea que pasara con él no importa, agárrate a lo que te descubrió. Enfócate en ese área de la vida que ganaste, que expandiste. Eso es lo que te llevaste.