Lo que más me gusta de los jardines es que traspasan la dimensión física. No importa si hace añales que no voy a aquel jardín escondido en Bruselas, en el que solo he estado una vez. Lo llevo dentro y se cuela en mi vida de mil maneras. Algunas las identifico. Otras, pasan completamente desapercibidas. Me gusta que la gente me hable de sus jardines. Pero lo que realmente me fascina es que lo hagan escritoras. Quiero saber qué vieron, qué tocaron, qué foto hicieron, qué foto no hicieron, qué aprendieron y qué sintieron.
Hoy tengo el placer de tener como invitada a Clara del Rey, una escritora que conocí en un taller el verano pasado. Clara escribe de la vida: de cosas duras y hermosas. Lo hace con una fluidez, profundidad y sencillez aparente que asusta a cualquiera. Siempre que la leo —tiene una newsletter excelente que se llama Flotar de espaldas— me quedo pasmada con los relatos/ensayos, sí, pero lo que me deja sin habla son sus párrafos, que muy pocas veces no son perfectos.
A los dos días de proponerle escribir algo sobre un jardín que haya sido importante para ella, recibí un email con este cuento inspirado en su estancia en Edimburgo, ciudad en la que vivió cuatro años. “Fui una inmigrante "normal", me fui allí porque con mi licenciatura en Filosofía era imposible encontrar trabajo aquí y me dediqué a todo: vendí tarjetas telefónicas, limpié habitaciones de residencias universitarias, hice de conejillo de indias en experimentos de la universidad, fui dependienta de grandes almacenes, asistenta personal de una señora tetrapléjica, voluntaria con niños afectados por VHC/VIH y, finalmente, profesora de español y traductora. Allí aprendí a cultivar jardines, cocinar y caminar como forma de subsistencia.”
También añade que en Edimburgo fue donde empezó a escribir. Algo por lo que, egoístamente, estoy muy agradecida.

In a pickle
por Clara del Rey
Ani se fue como se va la luz: te dejó con la carne a medio asar en la sartén, el estómago hueco, las manos suaves de grasa revolviendo el cajón de los cubiertos en busca de un mechero.
Para vencer el tirón gravitacional terrestre, una nave necesita cruzar la atmósfera a, al menos, 11,19 kilómetros por segundo. Los físicos llaman a esta cifra velocidad de escape. A mayor masa del astro de referencia, mayor velocidad de escape. Para alejarse del sol, por ejemplo, la nave debe alcanzar unos 600. Si la estrella sigue creciendo, llega un momento en que la velocidad de escape necesaria para apartarse de ella supera el umbral de los 299.792,458 km/s, es decir, de la velocidad de la luz, y entonces, se forma lo que los físicos llaman un agujero negro. No hay nada en el universo que se mueva tan rápido, es imposible escapar de su superficie.
Al irse, Ani desplazó tu trayectoria en el cosmos y toda la fuerza gravitacional del recuerdo de lo que pudo haber sido la vida juntas te aplastó contra el piso del apartamento. Blackout.
Por ser demasiado grande, Ani dejó un tronco de Brasil olvidado al pie de la chimenea. Por demasiado incómodos, abandonó dos cactus en la repisa, aunque eran pequeños. Las plantas no pitan en los controles del aeropuerto, y aún así, te las requisan en la aduana.
Dos cactus y un tronco de Brasil no necesitan muchos cuidados, pero en el core de un agujero negro el tiempo transcurre distinto. Mucho más lento. De pronto, abres los párpados y ves puntas marrones en las hojas, cuerpos encogidos de autofagia. Con esfuerzo, te levantas a regar.
Los estudiantes vienen al apartamento a absorber de ti restos de lo que fuiste: palabras. Los sientas en una mesa redonda de madera que está encajada en la galería. Salvo la habitación de Ani, es el único punto de la casa donde penetra el sol. Después atiendes sus titubeos, les reparas los defectos, aplaudes sus progresos intentando que tu expresión facial acompañe al aplauso mientras los rayos te doran los antebrazos para que puedas completar tu proceso de fotosíntesis. Cuando los estudiantes se van, dejan sobre la mesa una taza vacía y un rectángulo de papel de colores.
En un armario empotrado, bajo un montón de toallas, hay un tarro de cristal. Es un cronómetro con boca que marca la cuenta atrás de tus días en el apartamento. Cuando come papeles de colores, el tiempo se estira como un elástico. Desde que Ani se fue, los números se deslizan más rápido.
El Viejo viene un día por semana. Luego dos días por semana. Quiere
―… un persona por correhir mis orrorres.
Pero no habla. En lugar de eso, trae historias impresas en el reverso de folios usados en las que nunca hay errores que corregir. Son cuentos autobiográficos, anécdotas personales de una vida intensa. También te trae, cada día, una planta de su huerto y la deja sobre la mesa. Así, el rincón se va llenando de arvejanas, tomateras, lechugas, albahaca, guindillas, orégano. Antes de empezar la clase, El Viejo comprueba el estado del jardín. Luego abre una carpeta de cartón azul con las esquinas gastadas, saca un cuento y comienza.
Los cuentos hablan de pescar truchas dentro de un río con unas botas que cubren la pierna hasta las ingles. Hablan de una escuela para niños en el norte de la isla, y de una madre sola. De una esposa polaca que amasa pierogi y los rellena con hongos del bosque. De un tatuaje marcado en la cárcel. De heroína. De olvidar la heroína haciendo moscas de colores brillantes. De hacer tantas moscas para olvidar la heroína que terminas abriendo una tienda de moscas para no acabar sepultado por ellas.
―¿‘Moscas’? ¿Qué significa ‘mosca’?
Tú no sabes. Pero El Viejo no habla, solo lee una historia escrita en la cara b de la factura de la luz de octubre y te contempla asomando sus ojos aguados por encima del marco de las gafas.
En el supermercado exploras pasillos nuevos y vuelves cargada de artilugios, recipientes, arlita y químicos que aceleran la cuenta regresiva del cronómetro que escondes en un armario empotrado bajo una pila de toallas para amortiguar el impacto de un estallido inminente.
La mesa redonda de madera es el mejor rincón para cultivar plantas, así que la vas llenando con los regalos de El Viejo. Si las mueves de allí, se mustian. Cuando te despiertas inspeccionas su progreso lentísimo, pero constante; compruebas la humedad de la tierra hundiendo el meñique, les quitas las hojas muertas, celebras las florecillas blancas y te entristeces cuando se precipitan contra la cara barnizada del tablero sin dar fruto. Poco a poco, todos esos organismos colonizan la superficie expulsando al borde a los estudiantes, que miran asombrados cómo el jardín fuera de sitio les arrebata ese espacio que rentan por horas con trozos de papel de colores. Algunos ponen excusas, dejan de venir. Así que, para hacerles hueco, abres la habitación soleada que cerraste el día que se fue la luz sin avisarte y, estirando un brazo desde el umbral, dejas en el suelo una maceta, a ver qué pasa.
Hoy El Viejo no trae plantas, sino una caja de plástico con magdalenas. Cuando vuelves de la cocina arrastrando los pies por la tarima para no derramar el contenido de las tazas, la caja está abierta y hay dos magdalenas sobre dos servilletas.
El cuento, impreso en la trasera de un email de 2008, se titula In A Pickle. El Viejo te explica que es un juego de palabras que significa andar metido en un lío pero también, estar en conserva. En tu lengua, ya ves, no funciona. Todo esto lo lee en el folio, con una voz de explicar ligeramente distinta de la voz de contar cuentos que conoces, porque El Viejo no habla. Luego hace una pausa antes de iniciar su historia.
Trata de un joven que se muda a otro país para trabajar en verano.
El Joven hace autoestop para marcharse de un pueblo al norte de una isla donde vive su madre. Tras varios días tomando un coche tras otro, comiendo hotdogs de gasolinera, durmiendo al raso, atravesando un túnel bajo el mar, caminando por el arcén de la carretera de un país inhóspito donde los autoestopistas no están bien vistos, cruzando dos fronteras más escondido en el váter de un tren, lavándose los sobacos y los dientes en los aseos de las estaciones, llega al fin. El Joven pasa allí mucho tiempo, trabajando por el día en una fábrica de pepinillos, haciendo tarros y tarros y tarros de conservas; y muchas noches sin dormir, girando y girando y girando en un carrusel de gente desconocida. Cuando acaba el verano, El Joven se da cuenta de que no puede volver a casa porque ha olvidado el camino por completo. Se le debió de pasar dejar un rastro de migas, o tal vez lo devoraron los animales del bosque.
Cuando termina el cuento, El Viejo apura su té y se come la magdalena en silencio. Después se levanta y mete sus cosas en la mochila. Tú le acompañas a la salida.
―Hasta pronto, Viejo.
De vuelta al salón, en su asiento vacío, ves una cajita negra. Como un estuche cuadrado de joyería. La abres y, en su interior, hay una mosca brillante con un anzuelo afilado en la punta. También hay un papel de colores. Lo metes rápido en el tarro, aprietas fuerte la tapa.
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