Pego un brinco desde la cama. Es de noche y que mi perrita ladre así solo puede significar una cosa: intruso. Mi marido llega antes que yo al piso de abajo. “Ale, corre, baja tu móvil,” me grita en un susurro. Hay que llamar a la policía, pienso. “¿Qué pasa, qué pasa?” digo en tono de alarma. Voy escalón por escalón con prisa pero con cautela, mientras, con mi mano derecha, intento desbloquear el aparato para llamar al 911. Ya no me preocupa no despertar a nuestro hijo, lo que me preocupa es que lo hayan secuestrado.
Al final, se trata de un cangrejo del tamaño de la cabeza de mi hijo. Es el cangrejo más grande que he visto nunca. Está pegado a la puerta de la entrada y rasca el cristal con sus tenazas, como si nos estuviese implorando que lo dejemos entrar. Instintivamente, pongo mi mano en la manilla de la puerta. “¿Qué vas a hacer con el cangrejo, Alejandra?” me pregunta el hombre con el que me casé. Qué voy a hacer con el cangrejo se queda reverberando en mi cabeza hasta que decido dejarlo tranquilo. “Pobrecito, se va a morir,” digo antes de apagar la lámpara y volver a la cama, donde nos espera The House of the Dragon.
¡Pero no se va a morir! No tiene por qué morirse. Así como llegó hasta mi puerta, puede regresar hasta la playa. Que más que una playa es un acceso al mar. Esto es lo que pasa cada vez que me encuentro un cangrejo en el jardín. Me cae así, directo, como una noticia evidente: vives a pocos metros del mar.
En Miami, estar delante del mar se paga muy caro. Muy muy muy caro. Casas que no bajan de los quince millones de dólares se venden en cuestión de minutos simplemente gritando waterfront! como si, en lugar de vistas al oceáno, tuviesen un portal a otra dimensión. No estoy menospreciando el mar. Estoy cuestionando este tipo de mar que la gente lucha por tener como propiedad. Para empezar, es un mar en el que no puedes nadar.
El otro día, en una salida en barco con amigos, se discutió mientras navegábamos por las mansiones del oeste de Key Biscayne, si estábamos a favor o en contra de tener una propiedad waterfront. Todos los hombres estaban a favor y todas las mujeres, en contra. Estos resultados me ayudaron a corroborar dos cuestiones. La primera, escogí bien a mis amigas. Y la segunda, menos mal que somos las mujeres las que tomamos las decisiones importantes.
Si los trayectos en coche antes eran un momento idóneo para escuchar pódcasts, entrevistas o discos enteros, ahora son una cápsula para que mi hijo nos torture con dos canciones. Una es Freedom! ‘90 de George Michael, cuya letra nos regala joyas del tipo: “All we have to do now is take these lies and make them true somehow.” La segunda es Vamos a la playa de Righeira.
Todo esto empezó hace unas semanas cuando, de camino a la playa, decidimos distraer a nuestro hijo (el de la cabeza del tamaño de un cangrejo gigante, el único hijo que tengo) cantando Vamos a la playa. Después de cantarla ocho veces, se nos ocurrió ponérsela en Spotify. Righeira fue un dúo de italo disco formado por los hermanos, sí, Righeira. Hasta ese día, yo pensaba que el Vamos a la playa, oh, oh, oh, oh, oh conformaba la totalidad del hit. Pero resulta que hay más información para entonar.
Vamos a la playa, al fin el mar es limpio
No más peces hediondos
Sino agua fluorescente
Vamos a la playa, la bomba estallo'
Las radiaciones tuestan y matizan de azul
Vamos a la playa, todos con sombrero
El viento radiactivo, despeina los cabellos
Nos hablan de radiaciones que tuestan, de que hay que ponerse el sombrero, de que por fin el mar está limpio y ya no hay peces hediondos, sino agua fluorescente. Tengo la intuición de que hablan de Miami en noviembre, cuando el verano empieza a remitir y las aguas se vacían de algas y poco a poco, recuperan el color turquesa que aguantarán hasta que regrese el verano, el 1 de abril del año siguiente.
Esta es mi lucha. No hablo de la lucha de Knausgård. Aunque posiblemente no sean temas tan lejanos. Hablo de mi playa. La que me toca. La que canto treinta veces para que mi retoño no tenga un berrinche. La que observo pidiéndole que se parezca un poco más a otras playas que guardo en mi memoria. La que me llega cuando salgo a mi jardín y me inunda la brisa marina. La inexistente, la que mi marido quiere tener delante de nuestro jardín. La que se plaga de tiburones. Esta playita mía que alguna vez me ha regalado momentos de presencia y silencio absolutos. Momentos en los que me olvido de que tengo una entrega inminente, de mi relación dolorosísima con mis padres, de ese capítulo que quiero desatascar, del comentario hiriente que me hizo mi amiga, del veneno que yo vertí sobre ella, de todos los gastos que se nos vienen este mes y el siguiente y el otro de más adelante también. Me olvido de todo. De lo bueno, de lo malo, de lo que está medio tostado. Y es maravilloso.
Mi playita, mi caminito, mi luchita.