Es fácil acostumbrarse a la belleza, darla por sentada hasta que dejas de verla. Cuando llegué a Miami entendí inmediatamente que no entendía nada de este lugar. Sus ritmos, sus códigos, sus horarios, su pelaje. Me faltaban dos años para rascar su dermis y tres para atravesarle la primera capa de piel.
Creo en la intuición y creo en la magia y también creo en la ciencia, que es un intento enclenque por explicar la magia. La ciencia dirá que escogimos ese restaurante al azar. Una ciencia que, con sus algoritmos, no solo se desvive por entender el azar, sino que incluso busca replicarlo.
El primer restaurante en el que nos sentamos, somnolientos y desorientados, aquella mañana del 3 de abril de 2021, queda a tan solo unos metros de la casa que terminaríamos comprando seis meses más tarde. Pero entonces, no teníamos ni idea.
Al salir del local, dimos una vuelta por el barrio, del que apenas habíamos oído hablar y que definitivamente no barajábamos como zona deseada para vivir. Árboles frondosos, iguanas, palmeras brisa marina (el mar se abre a dos calles). Parecía mentira, un bosque encantado, un sueño, yo qué sé, algo flagrantemente imposible. Como una broma macabra de la propia ciudad. “Me encantaría vivir aquí,” dije en voz alta, a la vez que depositaba mentalmente la afirmación en el cubo de hazañas improbables.
Algún día escribiré sobre el proceso de búsqueda, visita, oferta y compra de casa en una ciudad que estaba viviendo un crecimiento exponencial a una velocidad astronómica. Fue un delirio. Fue un infierno. Fue una jungla. Aunque eso hoy no importa porque lo que quiero dejar claro es que la primera vez que caminé por el que hoy llamo mi neighborhood, tuve la certeza de que era uno de los lugares más bellos que he visto jamás.
Pero lo hice mío.
Se firmaron papeles, se habló con gente (mucha), se firmaron más papeles, se descorchó un champán y casi se fusiló una cabeza con su corcho/proyectil. Teníamos las llaves del paraíso. Y lo abrimos, lo vaciamos de lo ajeno y lo llenamos de lo nuestro.
Amanecí mi primera mañana en nuestra casa con los cacareos (gritos) de los pavos reales. Bajé corriendo por las escaleras como una niña el día de Navidad. Delante de mi estudio: una familia de pavos reales picoteando lo poco que quedaba de unos nísperos que habían caído del árbol. Recuerdo la sensación con una exactitud casi quirúrgica. Quería apoderarme de eso. Hice una foto, pero no era suficiente. Necesitaba bebérmelo, engullirlo, inyectármelo. Esa sensación de querer/necesitar más llevo años llamándola de una manera muy concreta: querer traspasar.
La primera persona a la que le compartí esta frustración que me provoca la belleza fue mi marido (cuando solo éramos novios). Le quise explicar que hacer el amor no era suficiente. Que las caricias, los besos eternos e incluso la penetración no satisfacían el hambre que yo sentía. Yo con él quería algo más. No hablaba de matrimonio ni de hijos ni de otro compromiso. Hablaba de algo más físicamente. Él se rio porque era esa época de enamoramiento/droga en el que todo lo que dice la otra persona hace que te derritas y tu cuerpo entero se reduzca en una sonrisa incondicional con ojos de corderito desarmado.
Él se rio y entonces supe que estaba sola en ese barco de la frustración del querer (y no poder) atravesar.
A las pocas semanas de ser dueña (¡al fin!) de un jardín, entendí que el espacio era nuestro, sí, pero sobre todo era de los animales salvajes. Culebras negras, serpientes rojas, iguanas de todos los colores y tamaños, tantos lagartos como palomitas en un cine, zorros, gallinas, mapaches, zarigüeyas, ardillas y, los (entonces) reyes de mi corazón: pavos reales.
Unas semanas más tarde, hablando con una vecina, me cayó un dato como una roca despeñándose sobre mi cabeza: “Aquí todo el mundo los odia. Hay algunos vecinos que incluso los atropellan… Con muchísima satisfacción.” Mi cara era un poema de Bukowski, imposible, no podía creerlo. ¿Cómo alguien vivo, un humano con órganos en marcha y sangre caliente puede odiar criaturas tan hermosas? ¿Qué clase de seres malignos tengo como vecinos?
Pues bien, pasaron los días y los meses y los años. Dejé de hacer fotos cada vez que veía un animal a través de las ventanas. Después, dejé de impresionarme. Después dejé de mencionarlo en voz alta. Hasta que, finalmente, dejé de verlos. La magia fue reemplazada por la ciencia: los cacareos a todo volumen a las 5 de la mañana, las heces por todas partes, las plantas picoteadas y mis hierbas aromáticas, reducidas a tallos desnudos.
Si alguna vez había alimentado a esas aves con arándanos ecológicos de ocho dólares, ahora las ahuyentaba dando palmas y gritando “¡Fuera, fuera!”
Hace muy poco que he adoptado una práctica que nunca creí que pudiese ser mía. Una actividad de la que hasta me reía. Salir a correr. Ahora, algunos días, salgo a trotar a las seis de la mañana por mi barrio. No lo hago porque me quiera apuntar a una carrera, o porque quiera mejorar mis tiempos, o porque desee aumentar mi capacidad cardiovascular (eso es solo lo que le digo a mi entrenador.) Lo que ansío es atravesar. Moverme como un animal salvaje antes de que salga el Sol y me queme la piel. Inhalar los troncos, la tierra, las flores, la sal del mar, meterlos dentro de mí. Así, rozo un tipo de embriaguez que todavía me sorprende por su naturaleza novedosa. El amanecer consigue ofrecerme eso: la belleza en una bandeja por el módico precio de despertarme antes de lo que me gustaría y sudar más de lo que debería estar permitido. Aún así, me la ofrece. Yo la miro de reojo, desconfiada. Y con la incógnita de no saber cuánto durará esta reverencia, yo alargo mi brazo y cojo la belleza.