A veces, el universo te apoya, otras, te mira por encima del hombro a ver cómo te apañas. Y yo no me apaño nada bien. Cuando las cosas se tuercen un poco, cuando hay el más mínimo desajuste, mi equilibrio mental se viene abajo y pienso que mi vida (es decir, mi cabeza) ha alcanzado un punto de no retorno y me estoy volviendo completamente loca. Hablo de cosas minúsculas: que no haya mi leche de nueces, que mi hijo no se duerma la siesta, que no queden rosas silvestres en la floristería, que mi cafetería favorita esté llena, que haga más calor de lo que vaticinaba la aplicación del tiempo, que mi vecina no me sonría todo lo que yo esperaba, que mi marido no ponga los cubiertos en el orden establecido (por mí) en el lavavajillas (cucharitas, cucharas, tenedores y, finalmente, cuchillos), que me pidan algo que no quiero hacer y verme atrapada en un compromiso horrible. Cosas realmente minúsculas.
Hace ya un par de meses que en Miami hemos entrado en lo que se llama the dry season, la temporada seca. Es mi época del año favorita porque no hace tanto calor y porque la humedad nos da una tregua. Sin embargo, no es la época favorita de mis plantas. Tienen sed y frío. Respecto al frío no puedo hacer otra cosa que disfrutarlo, pero respecto a la sed, sí les puedo echar una mano.
En el avión de vuelta a casa (tras pasar las Navidades con nuestras familias en España), mi marido y yo nos vimos sumidos en una preocupación paralela por el estado del césped, que ya se había mostrado en un limbo extraño antes de nuestra partida. Mi paranoia me rezaba al oído, “Tu jardín va a estar completamente destrozado, a ver cómo remontas esto, guapita.” Al abrir el portón de casa, los dos soltamos un grito de alivio. El césped estaba bastante bien a pesar de nuestra ausencia.
Tengo quince años y me acabo de comprar una planta para mi habitación. Es una monstera chiquitita -y estoy desnuda en un altar que nadie, excepto yo, ve. Me imagino unas fresas con nata y me entra un hambre salvaje. Pero mi madre habrá preparado una ensalada de canónigos con vinagreta de mostaza, de esa que tanto me gusta a mí, con semillas de girasol crudas. Acabo de salir del colegio y subo por la calle Ganduxer con una mochila Eastpak color borgoña que pesa un poco menos que la depresión que arrastro desde los seis o siete años.
Es otoño, mi estación favorita. Pero también es 2008 y mi vida gira alrededor de imposibles. Para empezar, estoy convencida de que no llegaré a los dieciocho años. David Foster Wallace se acaba de suicidar. El curso escolar acaba de arrancar y hay esperanza en mi barriga. Yo todavía no he leído nada de Foster Wallace pero sé de la existencia de La Broma Infinita. Creo, tiernamente, que trata sobre un hombre que lleva una broma (su vida) hasta el infinito, es decir, hasta su propia muerte. Nunca nadie se entera de que es todo una broma muy larga y he ahí la tragedia.
Es viernes y no tengo clase por la tarde. Sueño despierta con una vida en la que todo empieza a darse como en las películas. El chico que me gusta me hace caso y se enamora perdidamente de mí. Yo le hago pasar trabajo desde la sombra de estar obsesionada con su olor corporal (que en realidad es la colonia barata que se pone todos los días). Tengo todo el fin de semana por delante. Veré Twin Peaks y leeré La máquina de follar de Bukowski para dejar claro que soy diferente, especial, alguien que vale la pena conocer. Alguien que merece ser amado.
Llego a la casa de mi madre (que no es mi casa) y, efectivamente, ha preparado ensalada de canónigos. Solo sentarme ya me habla de mi abuelo, del libro que ha escrito con financiación del Gobierno chavista. “Es muy bueno, hija, tienes que leerlo, eso te acercará a tu abuelo. Estaría bien que supieras un poco más sobre él.” Pero yo pongo los ojos en blanco y hago una mueca con mi cara que deja clara mi posición. Ni en un millón de años voy a leer ese libro. “¿Para qué querría acercarme a él? Quiero precisamente lo opuesto.”
Mi familia materna está dividida. Estamos todas y luego está mi abuelo, un hombre que habré visto un total de seis veces. Cuando supe que mi abuelo apoyaba a un señor llamado Hugo Chávez con pasión ciega, lo taché para siempre de la lista Mi familia. Tenía nueve años cuando tomé la decisión definitiva y le pasé el comunicado a mi madre. “Ese hombre no es mi abuelo. Puede ser tu padre y lo que tú quieras, pero no es mi abuelo.”
Las cosas que engendramos. Los proyectos que empezamos. Todas las cosas y personas que invocamos, necesitan que las nutramos, sobre todo al principio. Pero más adelante, todo termina cobrando vida propia. Y es muy importante saber cuándo es que hay que regar. Por lo general, y esto le he aprendido con el césped, es cuando no llueve y ya está.