Tengo grandes noticias. He aprendido a dibujar la planta (¡a escala!) de mi casa. Uso un software bastante intuitivo que genera un render a partir de mi dibujo (preciso, meticuloso, ¡fiel a la realidad!) y que, además, me permite diseñar, entre muchas otras estancias, el jardín de mis sueños.
En el jardín de mis sueños hay varias secciones diferenciadas. Una piscina de agua salada, una pantalla de bambú, una pérgola de teca con dos o tres trepadoras coloridas, unas hamacas para sentarse, una hamaca a la sombra para echarse una siesta después de leer dos páginas del Ulises de Joyce, un huerto con hortalizas, verduras y tubérculos, árboles frutales, flores, una hoguera exterior para los tres o cuatro días al año en que se necesita una en Miami, espacio para instalar una mesa donde hacer mis arreglos florales y, finalmente, un comedero para pájaros.
Investigar y aprender un software nuevo no ha sido la única hazaña a la que me he enfrentado estos días. También he comprado, leído y subrayado diferentes libros sobre diseño de exteriores y jardinería especialmente dirigidos a residentes del Sur de Florida.
Mi plan suena a idilio, lo sé. Pero hay un problema. Estoy casada con un hombre. Es por este hombre del que hablo que me mudé a Miami. Fue por él que cambié el clima temperado y estacional de Barcelona por la humedad y el eterno verano de un pantano. Llevo 864 días llamando marido al mejor hombre del planeta. Pero incluso el mejor de todos los ángeles tiene sus flaquezas, sus puntos ciegos… sus maneras de meterse donde no le toca.
El problema al que me enfrento cada vez que quiero hacer algo en la casa que compramos hace tres veranos es el hombre/marido y su particular tendencia a la negativa por defecto. El cuerpo del hombre que amo se tensa. Se vuelve arisco como un gato y niega con la cabeza. Dice que lo que le gusta es algo más zen, no tan barroco como lo que yo le estoy proponiendo. No importa lo que le esté enseñando (unas mantas, unas estanterías, un cuadro, una lámpara, una mesita, una cómoda, un paraguas, un diseño de un jardín que me ha llevado más de catorce horas), sea lo que sea, su primera reacción siempre es que no.
Hace un par de meses me vi sentada sobre una roca en mi jardín, llorando de frustración por unas estanterías que llevo tiempo queriendo instalar en nuestro comedor. Minutos antes, habíamos tenido una discusión atómica por ellas. Aproveché para contestarle un mensaje a una amiga y le mandé una nota de audio explicándole la disyuntiva que navegaba mi matrimonio.
“Bueno, Ale, piensa que la alternativa sería que uno de los dos se callase y se impusiera la visión del otro,” dice mi amiga en la nota que me devuelve.
“Sí, exactamente, eso es lo que quiero, que se calle y que se haga lo que digo,” le contesto mientras me carcajeo a la sombra del roble.
Cuando yo todavía era pequeña, mi madre me habló de un oasis tropical que quería construir en un pueblo costero de Venezuela que se llama La Sabana. En La Sabana, mi abuela había comprado, años atrás, un terreno de varias hectáreas lleno de abundancia. Mango, cacao, café, papaya, coco, caña de azúcar, parchita (fruta de la pasión), guanábana, aguacate y cualquier cosa que se te ocurriera sembrar allí.
Pasábamos veranos, semanas santas, puentes, fines de semana comunes, e incluso algunas navidades en La Sabana. Mi abuela construyó su casita, la llamábamos El Rancho. Mi tía Lídice y mi tío Andrés construyeron una mansión con sus propias manos en lo alto de una colina que había en el mismo terreno. La casa, con su esqueleto de barro color terracota, no tenía puertas ni cristales. Los ventanales eran simplemente huecos en la pared desde los que podías alargar un brazo y coger mangos directamente del árbol. La selva entera era bienvenida. Más de una vez nos encontramos monos en la cocina. Más de dos, arañas monas en los zapatos. Y solo una vez, vimos la muerte de frente, cuando una serpiente venenosísima mordió a mi primo pequeño en el tobillo.
Todo el que venía a La Sabana decía que era lo más cercano al Paraíso. “This is paradise. Beautiful, lush, wonderful place… And no Germans! Paradise!” decía mi Opa. Incluso en el paraíso, no podía ahuyentar el horror de lo que vivió en la Segunda Guerra Mundial.
El sueño de oasis tropical de mi madre no llegó. Hace dos años, mi abuela decidió vender el terreno y las casas y los dolores de cabeza que venían con el edén. Durante unos días, me planteé comprar el terreno yo misma para, dentro de unos años, darle una gran sorpresa a toda mi familia. Pero esto no es una película de domingo, y Venezuela está completamente hundida por un gobierno chavista que en cualquier momento te puede embargar lo que le dé la real gana.
Supongo que lo que quiero decir es que el oasis tropical corre por mi sangre.
Volviendo brevemente al tema de las estanterías. Mi marido me confiesa que ha tenido una pesadilla en la que, una buena mañana, baja por las escaleras de casa y se encuentra la planta principal llena de estanterías rústicas que cubren todas las paredes. “¡Desde el suelo hasta el techo! ¡Por todas partes!”