Mis primeros recuerdos de un anhelo profundo por cuidar plantas se forjaron cuando yo tenía alrededor de diez años: en una tarde de domingo (de esos con dolor en la barriga porque al día siguiente hay cole), en la que el padre de una amiga me regaló un bonsái. A mi amiga, es decir, a su hija, le regaló otro exactamente igual (pero totalmente diferente, claro). Fue un gesto pequeño para ese hombre que debía tener cuarenta y pocos años. Apostaría 500 dólares a que a día hoy no se acuerda de nada de todo eso. Ni de que me regaló un bonsái, ni de que paseamos por la avenida Josep Tarradellas. Es más, voy a subir la apuesta: ni siquiera se acuerda de mí.
Lo importante es que yo sí retengo ese día en mi memoria. Mi padre me vino a buscar después de cenar pizza con mi amiga, su hermana y su madre (cuando el dolor de barriga ya era insoportable). Al subirme al coche, con su español con acento venezholandés, me dijo que los bonsáis “nesesiten mucho de agua, pego muy poco también, es difisíl cuidarg de estes árgboles, Ale.” Yo asentí con un poco de fastidio, intentando cerrar la conversación antes de entrar a participar. “Tranquilo, papi, el chico de la tienda ya me ha explicado cómo se cuida un bonsái.” No supe escuchar lo que mi padre me intentaba explicar. No creo que tuviese mucho que ver con el bonsái, y tampoco creo que tuviese del todo que ver con la vida, pero tal vez sí con algún tema intermedio.
El bonsái murió a las tres semanas. Me costó confesárselo a mi amiga, había en mí un rumor que me decía que esa muerte hablaría directamente del futuro de nuestro vínculo. Y así mismo fue. A los pocos días, reuní el valor para decírselo. Ella mi miró desconcertada. “Ah, sí, da igual, el mío lo tiró la chica de la limpieza esa misma semana, no importa.” Dejamos de ser amigas por motivos ligeros, infantiles, de esos que sutilmente permiten que las cosas pasen (se deshagan) de manera muy natural y que no acarreen ningún tipo de sentimiento denso.
En su novela Bonsái, Alejandro Zambra escribe: “Ser joven es una desventaja, no una cualidad. Eso deberías saberlo. Cuando yo era joven me sentía en desventaja, y ahora también. Ser viejo también es una desventaja.”
Mi proyecto fauna y flora más grande hasta la fecha es este jardín, que se podría decir que ha alcanzado un estado de bienestar considerable en las últimas semanas. Siguiendo los planes que había trazado hace unos meses, he plantado jazmines, alocasias, monsteras, buganvillas, lemongrass, un árbol de magnolia, un aguacatero, dos chenillas y aproximadamente noventa y ocho bambús. Ajá. Otra vez, veinte años después, el delicado tema del agua.
Resulta que el chico encargado de instalar el sistema (un sistema avanzado, automatizado y posible pero dudablemente más fiable que mi memoria) de riego se olvidó de un pequeño detalle: abrir la llave del agua. Por lo que, efectivamente, el agua no le estaba llegando a mis plantas.
Los días van pasando y yo veo a mis bambús tristes, con sus hojitas improductivas, casi anticapitalistas. Dudo de la eficacia del avanzado sistema y tomo cartas en el asunto. Manguera en mano, me recorro todo el perímetro de mi jardín. Cuarenta minutos más tarde, ya estoy a punto de terminar cuando un señor con gafas deportivas se baja de un coche y se me acerca con una expresión de alarma.
“Alejandra… Dios mío… No puedes dejar que se les caiga ni una sola hoja.” Miro al señor y miro al bambú, vuelvo a mirar al señor. Él insiste, “Si se le cae una hoja, una solita, entra en shock y se le caen todas.” El señor que tengo delante es mi jardinero. A nuestro alrededor, una cama kilométrica de hojas de bambú caídas, secas, muertas.
Le doy explicaciones. Que si la llave del agua. Que si no ha llovido. Que si tengo mucho trabajo. Que si el chico del riego. Que si la aplicación del móvil. Que si la pila de la vaina. Y noto que me quiere decir algo sobre el bambú y no sobre la vida. Y yo noto que lo que quiero es llorar de felicidad por haber dicho “la pila de la vaina,” en lugar de, “la pila del aparato.”
En el máster de psicología que estoy cursando, nos invitan/obligan a practicar la meditación mínimo una vez a la semana. Para facilitarnos el trabajo, han puesto a nuestra disposición una biblioteca extensísima de meditaciones guiadas para todos los gustos y niveles. La primera que hice la escogí así, al tuntún (¡Já!). Se titulaba COMO EL BAMBÚ, duración: 20 minutos.
En ella, la persona que habla tiene un tono de voz hermoso, casi inhumano. Me explica que el bambú, cuando nace desde la semilla, tarda años sin mostrar ningún indicio de vida o crecimiento. Alrededor de siete años de vida puramente teórica, latente. Pero de repente, un día, como de la nada, emerge y crece y crece y crece. En pocos días puede llegar a medir un par de metros de altura. Otra particularidad del bambú es que cuando sopla el viento (aunque sea un huracán), sus troncos resisten los golpes y no se quiebran gracias a que son muy flexibles. En este punto me tengo que pellizcar porque me molesta la metáfora. Me parece cursi, demasiado facilona. Me quedo enzarzada en un hilo de pensamiento en el que termina haciendo una aparición mi madre. Me está explicando exactamente lo mismo sobre la flexibilidad mental, solo que yo entonces tengo trece años y no treinta y uno. Me vuelvo a pellizcar, un poco más fuerte. La persona que habla menciona cosas como la resistencia y la dificultad del silencio. Me recuerda que observe mis pensamientos y que lo haga desde lejos, sin identificarme con ellos.
De verdad que lo de estar vivo es una gran desventaja.